viernes, 29 de junio de 2012

Espérame, voy a por...


No me dejan de mirar,
de reojo y simulando,
pero seguiré aquí sentado
mientras rellenen mi vaso.

Te largaste "por un rato"
y yo te aguardé fumando
en este colonial bar
de un remoto país lejano.
El sol traspasó el cristal,
vino a sentarse a mi lado,
y una bandada de aves
te acompañaba volando.
Pero no me verán llorar…
estoy tan solo cansado,
no sé lo que pensarán,
mas están equivocados.

Me gastaste, sin sudar,
el viejo truco del tabaco
y ahora, aquí en el bar,
me toman por un payaso.
Lo único que ocurre,
en honor a la verdad,
es que yo aquí soy feliz
con mi botella y mi vaso.

Se burlan y se equivocan,
creen que yo sigo esperando
cuando solo mato el tiempo,
bebiendo, fumando…
y, de cuando en cuando,
con o sin las cartas,
haciendo un solitario.

Con infinito sarcasmo
me miran ya con descaro
todos los parroquianos
esperando que me rinda,
no tarde sino temprano.
Ya solo vienen al bar
esperando ver mi llanto,
no saben que en realidad
tú nunca me has importado.
No me importaban tus ojos,
ni tus senos o tus labios,
ni tu risa… ni tus manos…
ni el temblor de las mías
cuando nos besábamos…
ni el olor de tu piel
que sentía aún sin olfato.
De hecho no me importó
que te hubieras largado,
ni bebo para olvidarlo
aunque viva recordando.

Así, subo a mi habitación
todas las noches borracho.
Mas no me verán llorar,
porque, ya lo sabes nena,
siempre he sido muy macho.

miércoles, 27 de junio de 2012

Pura rutina



¡¡Sonó el despertador!! Aún dormido, se dio media vuelta rápidamente en la cama y le proporcionó un manotazo al botón de alarma que inmediatamente detuvo la molesta cantinela. Intuyó vagamente que llovía, pues el sonido de la lluvia golpeando contra el cristal de su ventana le acompañó allí donde quiera que estuviese viajando en sueños.

Soñó que se levantaba a regañadientes, y se levantó, o siguió soñando que se levantaba. Como todos los días, puso en práctica los cotidianos procedimientos  que también realizaba sin despertarse. Un complejo y rutinario ritual que, sin embargo, no requería más que mucha práctica, y él tenía toda la del mundo.

Se levantaba, se afeitaba, se duchaba, desayunaba, se lavaba los dientes, se vestía, salía de casa, llegaba a la calle, todos los movimientos todos los días, todo el proceso toda una vida. Tanta práctica, tan poca necesidad de reflexión, que podía hacerlo todo sin necesidad de despertarse, cuestión de simple y pura rutina.

Salió a la calle, como todos los días, mucho antes de despertarse. Efectivamente llovía, hacía viento, el barrio estaba lleno de obras, el tráfico era demencial, todo resultaba desagradable y desapacible. En la parada del autobús le esperaban, o esperaba él, a sus compañeros diarios de rutina. Cuando por fin se juntaban todos, no cabían bajo la marquesina, y el agua azotaba a la mayoría de ellos hasta que llegaba el autobús y subían, a empujones, todos con los paraguas plegados y empapados. Iniciaban el viaje hacinados, con el sudor y la humedad general aumentando la temperatura como si estuviesen viajando en la barca de Caronte, en pleno infierno. La única ventaja consistía en la imposibilidad de caerse, aunque no pudieras siquiera agarrarte, lo que permitía seguir dormido. Hacían todos el viaje poniendo sumo cuidado en no despertarse los unos a los otros, así que un montón de personas dormidas llegaba finalmente a la estación del metro. Empapado en lluvia y sudor, bajaba las escaleras, franqueaba los torniquetes, y tomaba el primer metro que llegase, con los mismos gestos rutinarios, mecánicos, grises, de quién aún no se ha despertado.

Muy pocas veces algo, o alguien, un hecho fuera de lo común o alguna persona muy familiar, le ponían en un brete de despertar y fastidiarle el día. A los simples conocidos los evitaba, se hacía aún más el dormido aunque en líneas generales no hiciera falta, pues también los demás lo hacían así.

De lo contrario le amargaban el día. Alguna vez se encontraba con alguien empeñado en mantener una rutinaria conversación, generalmente comentarios sobre las estupideces contempladas en la televisión la noche anterior como zombis del zapping. Conversaciones sobre el tiempo, sobre deportes, o política, nada que le interesara en absoluto. Y se amargabas sobre todo porque, a la luz de ese molesto, indeseado, e incipiente despertar, no solo las conversaciones, sino todos los demás durmientes y sus miradas perdidas, se asemejaban más a cadáveres que a durmientes en realidad, lo cual le sumía en una depresión pre-pánico que le duraba ya todo el día.

Por suerte la mayoría de los días eran anodinos. Realizaba el viaje sin incidencias, nidespertares, llegaba la oficina, realizaba su trabajo, comía, realizaba su trabajo, salía... Los hechos cotidianos jamás lograron despertar del todo a nadie, así que eran muchos los días en los que lograba regresar a casa, ya de noche, sin haberse despertado. Y entonces se volvía a acostar tras ver la tele o, mejor dicho, tras no verla y tras haber ejecutado otros mil procedimientos rutinarios nocturnos más. Muchas noches lograba dormirse, por fin, antes de haberse despertado.

Lógicamente prefería no pensar demasiado en el hecho de que existieran tan pocas razones para despertarse. Cuando lo hacía se deprimía definitivamente y por periodos de tiempo mucho más largos que un día. El hecho de que no hubiera demasiadas razones para despertar era suficiente para no hacerlo, pero además daba pánico pensar en despertarse en un lugar en el que no merecía la pena despertarse. Pánico a hacerlo en medio de esa rutina peor que la muerte. Eso era lo peor, lo que le empujaba a seguir dormido.

Despertar del todo había terminado siendo perjudicial. Su apetito de vida había sido salvaje, nada lo saciaba, y menos aún lo que esta sociedad le ofrecía: Un deprimente fast food vital. Una minucia para un apetito pantagruélico, sensible, latino y mediterráneo, de experiencias vitales.

Ni el cosmos en erupción sería capaz de satisfacer una mente hambrienta de conocimientos. Así pues la pantomima social en la que vivía no llegaba siquiera a engañar su apetito. La amenaza de una  espantosa muerte por inanición intelectual le terminó obligando a estar en ese constante estado de letargo. Como los osos hibernando. Solo dormido se podía aguantar una vida capaz de ser vivida sin necesidad de despertarse.

Por fin llegó a su parada y salió del metro. Estaba empapado definitivamente, como si se hubiera duchado en sudor, las gotas le resbalaban por la espalda, la frente, el cuello, y, nada más salir a la calle, el frió le golpeó con un sabor anticipado a inmediato resfriado. Continuaba lloviendo y la lluvia empezó a empapar por fuera todo lo que ya estaba empapado por dentro, la sensación no podía ser más desagradable, aún así continuó sin despertarse, pero intentó abrir el paraguas maquinalmente y este se rebeló.

Decidió, aún adormilado, bajar de nuevo al interior de la estación para ponerse a cubierto durante la refriega con el maldito paraguas. Seguía lloviendo, todo estaba empapado y aquellas escaleras eran peligrosas incluso en seco, comenzó a despertarse y resbaló violentamente, cayó y se golpeó la cabeza con ruido sordo, su cráneo se abrió y su interior fluyó por las escaleras junto con su esencia vital. ¡¡Murió antes de despertarse del todo!!.

viernes, 22 de junio de 2012

Parados


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La gente nos mira y se para, pensando tal vez que somos actores haciendo la estatua, como los que se aletargan increíblemente en La Puerta del Sol en Madrid, o en Barcelona en las Ramblas. Actores en paro o caídos en desgracia, claro, como la gran mayoría de esa población que nos mira y se para. ¡Parados! Como estatuas de sal a las que Dios hubiese castigado por el curioso deseo de contemplar cómo se destruye la sociedad, en lugar de cambiarla. En ese sentido, el Dios de la biblia se parece mucho a los políticos de casa.

También podría ocurrir que, esta misma mañana al salir de casa, la propia Gorgona social, con su cruel realidad y su espantosa mirada, nos hubiese esculpido en piedra asombrada.

Pero la simple verdad es que estamos aquí porque aquí nos han puesto. Nada más. Nuestra suerte la marca el dueño de la almoneda que rige nuestros destinos. Somos simples maniquís limitándonos a esperar que el tal tendero nos vuelva a encerrar en su precario almacén de cuerpos. ¡Maniquís! por mucho que sugiramos no tenemos iniciativa, capacidad de lucha, libre albedrío, ni voluntad para usarlos, simplemente os observamos.

Y aquí, a pie de calle, perplejos contemplamos ese confuso escenario y la extraña semblanza de unos humanos que, poseyendo lo que nosotros deseamos: vida, voluntad, albedrío y capacidad, no se empeñan en usar su libertad y se ponen a pelear contra las circunstancias, en lugar de permanecer parados.