La mañana era otra mañana cualquiera. El Sol me encontró siguiendo a un objetivo, empleando el más viejo de los trucos, utilizar los escaparates y espejos de los comercios para observar, en su reflejo, a quien estás siguiendo sin que él se aperciba de ello.
Cuando llevas mucho tiempo utilizando ese truco, casi diría que se termina viviendo
la vida al revés o, por lo menos, observándola más tiempo así que como es en realidad.
Y a veces, en el transcurso de las largas y aburridas pesquisas, incluso te asaltan dudas acerca
de si no será esa, la del reflejo, la auténtica vida y, por tanto, esta que creemos la lógica, sea una vida al revés. Tal y como, despues de todo,
casi siempre demuestra el resultado de la mayoría de las
investigaciones. ¡Vidas falsas, disimuladas!
En fin, no quiero perderme por las ramas, fuera como fuese, fue así como
los descubrí. Cuando ocurrió el corazón me dio un vuelco y, durante unos segundos, dudé de
haber visto lo que había visto, y de mi salud mental.
En ese justo momento yo observaba a mi objetivo, que se había detenido, a través del gran espejo de una
marquesina de la Gran Vía y él por supuesto permanecía absolutamente ajeno a
esa vigilancia. Lo que yo no podía intuir de ninguna manera entonces,
es que también era ajeno a ello el reflejo de mi víctima en el espejo. Ni la
mínima idea de que, en el fondo, les estaban observando a ambos.
Así estaba dispuesta exactamente la escena cuando, por el rabillo del ojo,
percibí que el individuo al que estaba siguiendo se movió de repente y
comenzó a caminar de nuevo. Y, mientras mi corazón saltaba en el pecho, contemplé al mismo tiempo como, sin ningún genero de duda, su reflejo tardaba unas
décimas de segundo en imitar su movimiento.
Durante ese instante el Universo entero pareció detenerse. Todo menos
el alocado ritmo de mi corazón. Luego, a la velocidad de la luz, ¡aquel reflejo y solo el reflejo!, me miró directamente a los ojos dejando claro que se había
dado cuenta de que yo lo había notado. Me dirigió entonces una mirada
imperiosa, veloz, amenazadora, que
notoriamente demandaba, imponía, silencio. Después, a la misma velocidad
vertiginosa, siguió imitando los movimientos de mi victima como si no hubiera
pasado nada. Volvió a convertirse en reflejo.
Hasta aquel momento de mi vida yo había tenido un absoluto control
sobre el universo, todo se había movido siempre dentro de los más estrictos
parámetros de la lógica, la realidad, y las supuestas leyes naturales. A partir
de ese día todo cambió.
Mi confianza absoluta en mis propios sentidos e instintos
desapareció, se hizo añicos. Como consecuencia también toda mi seguridad. Todos
los conocimientos adquiridos no significaban nada. Todas las verdades
incontestables se tambaleaban. ¿Me había vuelto loco, o realmente había visto
lo que había visto? En cualquiera de ambos casos el mundo entero había perdido
sus cimientos.
Comencé a obsesionarme con los malditos reflejos, los vigilaba como si
todos fueran objetivos, les seguía concretamente a ellos, los investigaba sin
cesar. Me paraba horas frente a los escaparates de la Gran Vía, observaba los
espejos colocados en las más disparatadas e inverosímiles posiciones hasta que
me dolían y escocían los ojos y me dolía la cabeza. De vez en cuando creía
percibir aquí o allá un ligero desajuste, pero siempre raudos veloces como la
picadura de una serpiente, todo mi anhelo era volver a descubrir ese pequeño
desarreglo, esa mínima descoordinación, en un principio con el objetivo de
demostrarme a mí mismo que no estaba
loco, que podía fiarme de mis sentidos, que lo que había visto era real. Pero
también, en el fondo, angustiado, rehén del miedo y la zozobra pues, si
terminaba cerciorándome de esa verdad, ¿qué sería más inquietante: estar loco,
o esa loca realidad alternativa?
Todavía no sé cómo, pero poco a poco la idea de que todo había
sido cierto, de que aquellos reflejos tenían vida propia, de que existía un
mundo lleno de “nosotrosmismos”
obligados a vivir al revés, un mundo paralelo justo al lado del nuestro, se fue
haciendo la única seguridad sobre la que habría apostado mi sombrero. ¡Un mundo
en el que los santos serían diablos y los diablos santos! ¡Un mundo en el que
el que lo bueno sería hacer el mal!
Y, lo peor de todo, después de ese descubrimiento, ¿qué seguridad
podía tener de que no fuera yo el reflejo de otro? ¿Serán ellos nuestro
reflejo, o seremos nosotros el suyo? Me invadió la zozobra de pensar que solo
fuéramos un triste reflejo de otros, que seamos simples imitaciones de lo que
otros hacen a su libre albedrío. Y, de ser así, ¿estarán siguiéndonos,
vigilándonos? Ese reflejo al que observo constantemente ¿me estará vigilando a
mí?
¿Miedo? Claro que tengo miedo. Tengo mucho miedo, no puedo dejar
de observar, ni de observarme, no puedo dormir. Paso horas frente a los
espejos, mirando a los demás y mirándome a mí mismo, mientras se me eriza la
piel y me atacan escalofríos. Sonrío, guiño un ojo, hago muecas y me vigilo
atentamente. Debo superar el miedo, debo saberlo, debo conocer la realidad,
pero ¿qué será de mí, el día que mi reflejo me devuelva, un poco más tarde, la
sonrisa, o no imite, de inmediato, el guiño de mi ojo?
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