Telémaco contempla embelesado el horizonte, y vuela hacia él. Su
alma, en alas de las musas, busca, desde las vertiginosas alturas de la
imaginación, a su padre. Sabe que regresará tarde o temprano, que saldrá
victorioso de cualquier lance, utilizando su legendario ingenio contra
horrorosos gigantes de un solo ojo, su probado valor contra los mismos dioses.
¡El mar es de Poseidón y no le cae precisamente bien su padre! Le imagina
escapando del hechizo de hechiceras, del embrujo de los muertos, y con seguridad
Poseidón no le habrá ahorrado tampoco el encuentro con las sirenas.
Todo ello tras sobrevivir a una cruenta guerra que se ganó gracias
a ese fabuloso ingenio. Ulises le ha hecho el mejor regalo que un padre puede
hacer a su hijo, le ha hecho desear la aventura, ha espoleado su imaginación
hacia una vida llena de fantasías, inquietudes y experiencias. Ulises es un
guerrero legendario, es su rey, es casi un semidiós, pero ahora ya le espera
impaciente simplemente como hijo, espera mirando las aguas. También su madre,
toda Ítaca espera anhelante la vuelta del rey, salvo los pretendientes de
Penélope que, en realidad, esperan que haya muerto.
Telémaco añora a su padre, perdida su nave en el infinito mar. Su
madre y el reino están en peligro, y él está solo frente a esos príncipes
ambiciosos y cobardes a los que, de momento, también el ingenio de su madre ha
logrado detener junto con el tiempo, tejiendo y destejiendo los días en las
noches. Pero es cuestión de tiempo, de tiempo que se acaba. Los troyanos
resultaron ser duros de verdad. ¡10 años duró la guerra! Y ahora… ¡diez años
más lleva Ulises de viaje! Telémaco mira al horizonte y reflexiona: “Padre,
¿diez años de viaje por mar desde Troya hasta Ítaca? ¡Por Atenea! Si no estás
muerto… ¡papá, ven en tren!”
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