miércoles, 10 de septiembre de 2014

Petronio en Hispalis



¡O tempora, o mores!* 

Ni siquiera el asfixiante calor del verano sevillano, en ese momento en el que el sol y el infierno se citan en las calles para abrasar a todo ser vivo, logró jamás desanimarle. ¿Cómo iban a hacerlo entonces los tiempos, por muy cambiantes que estos fueran? 

La elegancia no obedece a menudencias como el clima, ni otras minucias, sino que está por encima de la vulgaridad, y, si ser un auténtico caballero puede requerir ciertos sacrificios, ser elegante los requiere todos. Y él, ¡él era Petronio! O, como mínimo, su reencarnación. 

En realidad su nombre era Pedro, pero, cuando aquel ya lejano día, escuchó sin pretenderlo el comentario que le dedicaban ciertas damas, estalló en su fuero interno una premonición. .- “Ahí viene Pedro ¡qué tronío!”.- Exclamaron, sin poder evitarlo, y en un tono de voz suficientemente alto como para que él las escuchara. Y, de inmediato, en su cabeza, las palabras Pedro y tronío, se fundieron haciéndole recordar el personaje de una película que había visto recientemente, y por el que se sintió muy impresionado al encontrar una enorme  relación de semejanza consigo mismo. 

En aquella película, “Quo Vadis”, Petronio resultaba tan elegante como para burlarse del propio Nerón y, sin embargo, lograr que aquel chiflado emperador le considerara su amigo. Cuando se enteró además de que el tal Petronio había sido denominado “árbitro de la elegancia”, supo de inmediato como quería que le llamaran, quien quería ser. 

Se releyó la biografía de aquel insigne romano, revisó varias veces la película. Constató que Petronio fue un hombre de fortuna y talante filosófico, al que le gustaba gastar esa fortuna con tino y fundamento, y al que disgustaban sobremanera la bajeza y la vulgaridad de su época. Resultaba evidente: él era Petronio. Petronío de Sevilla.

Porque lo que de ninguna manera pudo evitar es que la gracia sevillana, y la existencia de la palabra tronío, convirtieran el nombre, del ilustre romano, en aquel Petronío de su teórico homólogo. Aunque fue él mismo quien se encargó de hacer correr la voz, y de empeñarse en colocar la tilde en su lugar correspondiente, no hubo manera. El acento andaluz se encontró, desde el primer momento, más cómodo con Petronío que con Petronio, y así empezó a llamarle todo el mundo. Y si Pedro era ya todo un personaje conocido, Petronío se convirtió en una auténtica celebridad. Y, por otro lado, por añadidura, elevar su elegancia a la categoría de un arte entre sus convecinos, se convirtió en una obligación. Ahora, ni el calor, ni el cambio de los tiempos, podían despejar en absoluto esa ecuación. El calor era el de siempre y ya estaba acostumbrado. Las costumbres, sin embargo, si habían cambiado, y mucho, y él añoraba aquellos otros tiempos. 

In illo tempore**

La gente con la que se encontraba, por aquel entonces, casi hacía genuflexiones a su paso, mientras él se limitaba a corresponder con leves inclinaciones de cabeza, alzando de vez en cuando levemente la mano, o, si había mucha confianza, incluso obsequiando un pícaro guiño. ¡Qué tiempos aquellos! Todo estaba en su sitio, todo era coherente, todo el mundo sabía distinguir y admirar a un señor. La gente de ahora carecía de criterio y de respeto por determinadas cosas y el glamour estaba muriendo. Ahora llegaba el verano y, atendiendo a las vestimentas de la gente, prácticamente no existía diferencia entre estar en una piscina o en las calles, ¡Ah, aquella antigua Roma! ¡Incluso en las termas era obligatoria la elegancia! Y pensar que a Petronio su época ya le parecía vulgar. ¡Ahora, hasta en los alrededores de La Giralda, más aún, incluso dentro de ella, las bandas de desgreñados, las hordas de turistas, vestidos de críos irreverentes, con pantalones cortos, sandalias de cabrero, y camisetas de albañil, lo inundaban todo! 

Pero lo que peor llevaba Petronío era que la gente tampoco supiera valorar, hoy día, la clase de quien no se rebajaba a caer en tal vulgaridad. Estaba convencido de que si no fuera por su porte, y su cara de pocos amigos, algunos incluso se hubieran burlado de él en su propia cara, por soportar esa vestimenta, en lugar de admirarlo por ello.  

Porque él, cada día a la misma hora, ponía en marcha su sagrado ritual. Tras una ducha espartana, se cepillaba el rebelde y plateado cabello, se lo domaba con gomina, y procedía a vestirse con esmero. Camisa de gemelos por supuesto, pantalón con raya casi dibujada con tiralíneas, y ¿cómo no? chaqueta cruzada. Solo verle hacía sudar, pero ¿qué glamour tiene la vida en mangas de camiseta?

Es verdad que últimamente había engordado un poco, y que la ropa ya no le sentaba del todo bien. Las mangas le quedaban un poco cortas, cosa que él aprovechaba para lucir exageradamente sus gemelos, consciente de que, siendo tan llamativos, desviarían la atención de la gente de los algo gastados puños de la camisa. De la misma manera, la raya labrada del pantalón, disimulaba algunos brillos que proyectaba la muy lavada tela. Y, finalmente, vestido como un dandy, perfumado como un sultán, tieso como un ciprés, salía a la calle y recorría el mismo camino de siempre, recordando aquellos tiempos mejores. 

También el itinerario de su paseo era un calco, día tras día. Corto, sombreado, y lento, le conducía, desde su portal, hasta la más antigua y eterna taberna que conocía desde siempre y que mantenía el aire intemporal de su también eterna Sevilla. 

Cuando por fin llegaba a ella, solo tenía que abrir la puerta, hacer esa personal inclinación de cabeza a modo de saludo, y ni siquiera debía hablar. De inmediato el camarero le colocaba delante su caña de cerveza helada, él la recogía con una nueva inclinación, y salía de inmediato a la mesa alta colocada en la acera, justo al lado de la ventana con forja de hierro de la taberna. Más tarde, consumida la cerveza, un nuevo paseo al interior y vuelta a salir, esta vez con un fino, y así tantas veces como fuera necesario. 

Allí, en aquella mesa, ya casi de su propiedad, permanecía de pie, tieso como un poste, contemplando la vida pasar, viendo y siendo visto. ¿Qué podía haber más elegante que eso? Ninguna ocupación plebeya, ningún objetivo mundano. Solo la contemplación, la observación filosófica de la vida, el mostrarse como ejemplo de elegante dignidad, para los que no hubieran tenido la suerte de entender ese concepto… 

Algunos conocidos pasaban por su lado saludándole, y él, repetía la famosa inclinación, el gesto más elegante de su repertorio, pero ya no era igual que antes, cuando prácticamente todo el mundo le saludaba con reverencial admiración. Tal vez Sevilla no había cambiado demasiado, pero sí lo habían hecho las gentes, incluso los nuevos camareros, ahora le trataban con amabilidad, pero no con aquel antiguo respeto. Todo estaba cambiando, todo había cambiado. Y, aunque no quisiera darse cuenta, él también.

Muy de vez en cuando le asaltaban ciertas dudas, sus rentas ya no eran las de antes, a duras penas podía permitirse llevar la vida que llevaba, y se preguntaba si debería finalmente dar fin a su personaje y volver a ser Pedro, encontrar algún trabajo, y dejar que la humanidad siguiera descendiendo por el camino que había elegido, porque después de todo cada vez era menos merecedora de recibir un ejemplo como el suyo. Pero luego recordaba al traidor de Tigelino, lleno de envidia por su elegancia y buen gusto, y por su amistad con Nerón. Recordaba cómo la mezquindad y la vulgaridad empujaron a Petronio al suicidio para evitar la muerte decretada por el emperador, debida al engaño del traidor, y terminaba decidiendo siempre que Petronío no correría la misma suerte, que seguiría siendo un ejemplo, guía de elegancia y saber hacer.

Así pues, con la cabeza llena de sueños hispalenses, de euforias suscitadas por el fino, un poco menos tieso y recto que a la venida, emprendía la vuelta a su casa, a su patio umbrío y fresco, a una etílica siesta plagada de sombras romanas, y, durante todo el regreso, volvía a inclinar su cabeza, una y otra vez, a modo de saludo, en esta ocasión a todo aquel bárbaro que se le cruzaba en el camino. 

* ¡Oh tiempos, oh costumbres! (Cicerón en el senado reprochando, a Catilina, sus corruptas costumbres) 
** Locución latina: “En aquel tiempo”.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario